viernes, 28 de noviembre de 2008

Adentro y afuera

Se trata de un gran orden, por increible que parezca; pues una serie de temas dispersos, vagos y fortuitos, no hacen sino ahondar en una continuidad no requerida -y que como quisiera decir algún Wittgenstein, se hace a la vista. ¿A qué se debe la posibilidad absurda de una lógica de lo no-lógico? A la escritura tal vez, al texto acaso. Pero esta presumida respuesta derrideana no compensa la dificultad de lo innecesario; un orden extrínseco no deja de ser superchería.
Se está afuera, aunque afuera del adentro, por tanto -se dirá-, no hay adentro. Luego, entonces, si no hay adentro, no hay afuera; entonces, será que no hay nada. Y sin embargo, si no hay nada, hay la nada. Pero, ¿cómo habrá de haber nada si aún hay? Quizá el tope está aquí: si hay la nada, es porque hay, si hay, es porque aún puede discernirse -aunque sea discernir nada-, y si puede discernirse, aún hay afuera de un adentro, ¿adentro de qué? de pura nada distinguida.

Dibujos, letras y colores se adjuntan alrededor de todo este escritorio prolijamente ordenado por el procesador. Qué trazo de vida jugará a decir el collage, es un sueño perturbador para el orden que alguna tentación brindará al perdido frente a estos borradores.

viernes, 21 de noviembre de 2008

La palabra soplada




Y si decimos, para empezar, que Artaud nos enseña esa unidad anterior a la disociación, no es para constituir a Artaud en ejemplo de lo que nos enseña. Si lo entendemos, no tenemos que esperar de él una lección. Además, las consideraciones anteriores no son en absoluto prolegómenos metodológicos o generalidades que anuncian un nuevo tratamiento del caso Artaud. Más bien señalan la cuestión misma que Artaud pretende destruir en su raíz, aquello cuya derivación, si no imposibilidad, denuncia incansablemente, aquello sobre lo que sus gritos no han dejado de abatirse rabiosamente. Pues lo que nos prometen sus aullidos, articulándose bajo los nombres de existencia, de carne, de vida, de teatro, de crueldad, es, antes de la locura y la obra, el sentido de un arte que no da lugar a obras, la existencia de un artista que no es ya la vía o la experiencia que dan acceso a otra cosa que ellas mismas, la existencia de una palabra que es cuerpo, de un cuerpo que es un teatro, de un teatro que es un texto puesto que no está ya al servicio de una escritura más antigua que él, a algún archi-texto o archi-palabra. Si Artaud resiste absolutamente -y, creemos, como hasta ahora no se había hecho nunca- a las exégesis clínicas o críticas, es por lo que en su aventura (y con esta palabra designamos una totalidad anterior a la separación de la vida y la obra) hay de protesta como tal contra la ejemplificación como tal. El crítico y el médico carecerían aquí de recursos ante una existencia que se rehúsa a significar, ante un arte que se ha pretendido sin obra, ante un lenguaje que se ha pretendido sin huella. Es decir, sin diferencia. Al perseguir una manifestación que no fuese una expresión sino una creación pura de la vida, que no cayese nunca lejos del cuerpo hasta perderse en signo o en obra, en objeto, Artaud ha querido destruir una historia, la de la metafísica dualista que inspiraba más o menos subterráneamente los ensayos evocados más arriba: dualidad del alma y el cuerpo que sostiene, secretamente, sin duda, la de la palabra y la existencia, del texto y el cuerpo, etc. Metafísica del comentario que autorizaba los «comentarios» porque regía ya las obras comentadas. Obras no teatrales, en el sentido en que lo entiende Artaud, y que son ya comentarios desviados. Azotando su carne para despertarla hasta la vigilia de esa desviación, Artaud ha querido prohibir que su palabra lejos de su cuerpo le fuese soplada.


Jaques Derrida.