jueves, 4 de marzo de 2010

Los juegos de trazo invisible

Si debe pensarse una relación, un vínculo entre dos personas signadas por el amor, la atracción y el deseo, es prácticamente imposible sostenerse en un Olimpo resguardado de la experiencia y el devenir, la ineludible fluctuación a través del tiempo soportada por ambos individuos romperá la cristalización idealizada del vínculo en una oscilación sin parangón, en la que se restituirán los ordenes implícitamente establecidos antes de toda primer consumación del enlace, en la que sólo existía una primitiva forma elemental de atracción, y que ahora, sometidos a la destrucción que obra el tiempo por sobre todas las cosas enlazadas, apenas es cuestión de esperar, para poder descubrir en la exposición de los dos, entre los dos, quién de éstos era que miraba hacia arriba para encontrar su meta, y quien no podía mirar hacia abajo, porque le restaba iluminación; quien se desenvolvía, ¡ay!, ¡casi como fuerza azarosa y necesaria del destino propio!, como amante, y quien se torna, casi por simple efecto, en amado.

El orden no puede sostenerse, es un Aleph, una piedra de toque, el orden se quiebra no bien se abandonó la posibilidad y se alcanzó el concebirlo efectivamente. Y quien primero concibe ése orden, a quien primero aturde la visión irreal, a quien le llegó la iluminación que augura una posibilidad que no será la que vendrá, ése será condenado a la busca, a la meta, sin dejar al par, de ser individuo real, carne, aislamiento, soledad: ése, será Orfeo magullado por la escisión entre la imagen que lo iluminó y su cuerpo propio que lo ata a su pasado, siempre presente. Cobardía en la audacia de perseguir una gran meta debido a una frágil condición corpórea que atemoriza y es siempre vigente.

Porque aquí no se trata del amor fraterno que permite el juego abstracto de cierta igualdad falsa, de cierta abstracción elogiosamente engañadora como sustentadora de ese orden falso pero vital, fértil, productivo para las partes, en el que los individuos no se desnudarán por respeto al cuerpo del otro como a su cuerpo propio, y que, por ello mismo, la confesión puede ser tan franca y desinteresada porque el amigo, en tanto amigo, no desnudará al otro, no se desnudará ante el otro, aunque pudiera, porque no destrozaría al otro, aunque estuviera tentado, porque también desea y se confunde ante el otro, aunque actúe frente a él sin pensar, porque también el amor fluctúa independiente a los fines de la relación misma y entonces bajo el vínculo fraterno se confunden las necesidades con los caprichos.

El amor atravesado de proyección; el amor que se inaugura como idealidad; el amor que dispara flechas desde el arco que porta el amante y que quiere ver sangre en la cosa amada; el amor que busca la muerte como sea, bajo la forma que sea, para atestiguar su realidad; ése amor está dispuesto a todo en la apertura del escenario, porque se nutre de lo más vital de cada uno de los individuos; tanto de la fuerza de quien sólo es libre para amar como ama, y no puede hacerlo de otro modo, como de la vida misma de quien sólo se comporta cuán divino venado perdido en el sagrado círculo de la naturaleza, deidad mortal del silencioso bosque, que en virtud de una mirada que lo acecha, apenas es un Dios egoísta bajo amenaza de muerte.

Alejado, abandonado de las otras formas de amor, éste, el más solitario de todos los amores, el amor más egoísta por ser el más autodestructivo, el más cobarde por ser el más osado, o bien se vuelve guerrero para vivir y regir como gran conquistador o muere dignamente en medio de la lucha, o bien el devenir lo somete a un destino esclavizado y subyugante. No puede vivirse este amor sin su guerra y sus batallas, sin sus mentiras y sus estrategias, cuando, terrible posibilidad que extrema la naturaleza de un cuerpo condenado a conservarse para seguir teniendo apenas la única posibilidad reactualizada, debe jugarse al extremo dicha posibilidad para consumar su fin, para superarse, para devenir en otra forma de amor todavía más alta, o acaso, tal vez, para que muera en la altura en la que éste exige para morir, un amor signado por la imposible proeza.

Se trata de un amor teñido de orgullo, que no tolera las bajezas en demasía, que demanda gentileza en austeridad, la persistencia en soledad, la fuerza en la indiferencia. Volverse a Dios, es el propósito impensado hacia el que se dirige el amante; ascender del modo que sea, es su meta: superar a la cosa amada, aniquilar la forma divina que degrada la mortalidad de la vida, sobre todo, desgarrar la cosa amada, atravesarle una buena flecha precisa en medio del torso, que sin dar muerte, la angustie con el fin, y así por fin la cosa amada se advierta viva y no divina, acompañada en soledad y no existiendo solitaria, individualizada en virtud de la angustia por padecer una especie de fin, sin saber su origen.

“Saber su origen”, entonces, podría ser un motor para el impulso (falso impulso) del ataque del amante, una última guarida, una última ilusión, clara señal que revela la condición de último hombre, terrible signo que anuncia la posibilidad de des-obrarse, de romperse, de superarse y destruir la imagen sin cuerpo que obtura al cuerpo mismo frente al cuerpo buscado, la última -por primera- dificultad para liberar al cuerpo de su propia sombra, aunque ésta vuelva, pero siempre -y sólo- por detrás.

No. No hay que volverse Dios. Menos aún, asesinar a la cosa amada. Pero hay que lastimarla con la suficiente fuerza y sin llegar a aniquilarla, para que el dolor la fortalezca ante el crudo mundo vivo y sangrante, o muera por la debilidad de portar un cuerpo de imagen, una solidez de aire, una resistencia onírica. Asustar al venado, hacer correr al venado, desesperar al venado para avisparlo ante el mundo, para que busque mejor el alimento del mundo y se esconda mejor del dolor del mundo, para que sepa ser mundo en el mundo, para que deje de comportarse como un Dios, siempre obra de una simple y gran mirada cazadora.

Sí. Hay que disparar flechas. Hay que desaparecer en el acto aún bajo la misma presencia. Hay que ser frío por dulce, y dulce por amargo. Hay que romper con el destino de Orfeo. Hay que seguir adelante sin conserva alguna, hay que vivir hasta morir, mas no, para morir, y que el resto, siembre otra historia.