lunes, 12 de abril de 2010

Duelo

Ayer mataron a un estudiante de filosofía. Tenía 27 años. Su nombre, Rodrigo Ezcurra. Lo conocí por su gentileza y curiosidad, más que por una excusa formal o institucional, que las había, aunque las omitimos. En vez de preguntarme directamente por Spinoza desde su afinidad leibniziana, me preguntó si yo había salido con determinada señorita. Hablamos de Deleuze alguna tarde bajo el árbol de Puán, con una cerveza que me ofreció y un porro que le ofrecí. Hicimos un viaje juntos a un congreso de filosofía en Mendoza, y allí notó, en mis modos reservados, que gustaba de ser precavido para las ocasiones oportunas que vendrán.
Un gran observador, un simpático inquieto, errante como perdido, dulce como tímido, diseminado en búsquedas como todo apasionado que no encuentra sus raíces.
Hasta hace una hora no quise creer que se trataba de él, desconocía su apellido; apenas si lo descubrí en los plácidos momentos que nos logramos ofrecer.
No puedo evitar rendirle mi homenaje a este anónimo que supo ser mejor compañero, aún ausente, que tantos maniquíes que apoyan su culo en un salón más de esa fábrica de fósforos.