martes, 20 de diciembre de 2011

Fin del camino

Hemos llegado al fin del camino; de un camino que ha conducido a la soledad angustiosa del hombre moderno, acurrucado en esos huecos de cemento, llamados pisos o departamentos a grandes alturas, que son la más evidente manifestación de lo que la razón y el hombre se han alejado de la naturaleza, despreciada allá abajo y hacia la que enviamos las infinitas toneladas de mierda y deshechos que la humanidad, racional y espiritual, produce cada día en mayor cantidad. Porque la razón, inteligible y espiritual, ha venido encarnándose en hierro, acero, petróleo, cemento, energía termonuclear, para producir los millones de basura, polución y muerte que inundan al mundo.
Sin embargo, la alienación y la angustia de la mujer es inmensamente más antigua y posee causas más profundas. La angustia de la mujer se remonta a los orígenes mismos de nuestra cultura y su causa es la orfandad social de que se la ha dotado. La mujer ha significado siempre privacidad, reclusión, gineceo. A la mujer se la privó de su dimensión social, se le negó el ámbito de la polis y se le obligó a permanecer recluida en el hogar y supeditada al varón. El hombre, el varón poseía esa dimensión política, cuya carencia ha aquejado siempre a la mujer. La materia y la mujer reciben el ser de la forma y del varón, afirmaba Aristóteles: la materia recibe el ser sustancial de la forma, la mujer el ser social del varón. Por eso la mujer, para introducirse en el contorno social, ha necesitado del varón. La mujer solitaria era absoluta privacidad y total reclusión, sin posibilidad de romper esa visceral orfandad. De ahí nace esa ancestral angustia por encontrar y unirse a un varón; sin él pertenecerá al ámbito de lo rechazado, de lo oculto, de lo individual, incluso de lo vergonzante. A esa mujer solitaria, sin señor que la haya dominado y por tanto sin mesura racional, habrá que visitarla en la oscuridad de la noche, y no se podrá airearla en los círculos sociales de la polis. Tendrá que deshacer su vida, acompañada de la soledad angustiosa y frustrante que la conduce a la caza permanente del varón; caza, que por otra parte no hace más que ahuyentarlo. Cruel, infinitamente cruel, ha sido el mundo occidental con la mujer que no ha podido o se ha negado a subordinarse a un único varón. Sin dimensión política o social, se deshará su vida entre la angustia agonizante de la soledad.
La religión cristiana dará una salida sublimada a esa lacerante frustración de la mujer. La dotará de la permanente posibilidad de casarse espiritualmente con la divinidad, de contraer matrimonio con el Dios inteligible, para introducirse de esa manera en la polis divina y alcanzar de alguna manera, y no a plenitud, esa dimensión social de que carecía. De esta forma surgen las comunidades de monjas y florece ese espécimen de señoritas viejas, que todas las mañanas responden al llamado de las campanas parroquiales.

El individuo y la feminidad
Antonio Perez Estevez