sábado, 29 de agosto de 2009

El salvaje en el espejo

Los nuevos salvajes cristianos no sólo rechazaban la polis antigua y sus leyes coercitivas; su libertad era también un acto de rebeldía contra el pecado original, una afirmación del poder del hombre para desprenderse no sólo de las leyes seculares sino también de las leyes de la naturaleza; era un acto utópico, exasperado, encaminado a encontrar la liberación. Fueron auténticos atletas, como se les solía llamar, que pusieron todas las fuerzas de su naturaleza humana para derrotarla; en un intento de liberarse de sí mismos, llegaron a mimetizarse con la naturaleza animal a la que combatían.
El monoteísmo judeocristiano, en su lucha contra el paganismo, necesitaba expulsar "de la naturaleza a la divinidad", como ha dicho Toynbee. No sólo fueron expulsados de su cuna natural los dioses paganos, sino que la naturaleza fue convertida en un campo de batalla -el desierto- en donde se enfrentaban las fuerzas del mal y del bien. En el desierto, como metáfora de una historia desnaturalizada, sólo podían sobrevivir, para llegar a la redención final, los hombres salvajes endurecidos por pecados bestiales pero santificados gracias a los sacrificios de una vida ascética y a una fe templada, como dice Cioran, en el "furor contra el mundo antiguo".
En cierto sentido, no estaban equivocados los pensadores paganos que veían a los cristianos como unos hombres salvajes. No sin razón Celso, a fines del siglo II d.C., se refiere a ellos como a una "nueva raza de hombre nacidos ayer, sin patria ni tradiciones, conjurados contra todas las instituciones religiosas y civiles, perseguidos por la justicia, universalmente marcados por la infamia, pero glorificándose de la execración común". Los anacoretas peludos del desierto eran un signo del peligro -de la hybris- que amenazaba a la civilización antigua.

Roger Bartra