miércoles, 11 de noviembre de 2009

Necesidad de un ausente y de quien está presente

¿Quién aspira a la gloria? ¿Por qué se aspira a la gloria? ¿Es la gloria la forma superior de la mundana fama?, y ¿qué decirle a quien ya no está y del cual nunca sabremos si quizo la gloria, ni cómo la quizo, ni si supo que iría a ser capaz de lograrla? En el último caso, la gravedad de las palabras no es significativo. Lo significativo acá se ahoga en la laguna, el hiato del silencio, la cosa que impera por sobre el mundo, y que por eso se digna de ser permanentemente ultrajada: el silencio. Y con el silencio, los animales balbuceantes no saben qué hacer con su decir. Entonces, surge una serie de necesidades que no ocupan un espacio fenoménico, entidades en el espacio de la espiritualidad, y entonces el espíritu, eso que no ocupa su lugar en el espacio, y del que sin embargo no se podría dar cuenta sin la posibilidad de que el cuerpo haga vibrar en su caja torácica, la masa de sonidos que bajo cierta cadencia produce el efecto de otro universo, o bien, de otro plano del mismo universo, se anonada.
Quedarse con la necesidad de decir algo, parece terrible, produce el hiato del silencio, y entonces el espíritu sufre con el sufrir que hace sufrir al cuerpo, de donde toma su fuerza, en donde echa su raíz, pero dicha necesidad es eso que no existe, es eso que no tiene lugar, o mejor, que nace como efecto siendo aquello que aspira ser causa, y por tanto es por su apariencia de otro lugar, del que no se tiene experiencia, lo que irrita del hiato. Pero ¿cuán terrible es que el decir quede en su potencia como estado de falta?, ¿qué miedo existe en que el espíritu no logre su unidad, no se concilie consigo, y no permita la armonía con la carne que subyuga? No hay nada terrible ahí, sólo temor del espíritu al poder del cuerpo sobre él, el poder de la indiferencia natural a la cosa innatural. Concomitante al temor, existe otro que no es posible evitar, el de que, habiendo tolerado el hiato en el espíritu, éste se trastorna en el escenario del cuerpo, y deja en su marca invisible, una secuela fantasmal que persigue al hablante sin su oyente, y entonces el hablante le dice siempre al fantasma lo que debió haber dicho a su oyente. Lo terrible entonces no radica en no haber podido decir algo al oyente ausente para-siempre, sino, no haber podido evitar al fantasma que acompaña siempre al hablante que se quedó con parte del espíritu atragantado en la garganta.
¿Y qué más terrible que una parte del espíritu esté atragantado en la garganta? En el cuerpo todo debe seguir su curso, como el agua más pura que una vez estancada, comienza a pudrirse.