lunes, 30 de noviembre de 2009

Y aún con todas
las contradicciones habidas,
y aún con todas a porvenir,
vivo otra vez la inocencia.

Y eso es algo irrefutable.

viernes, 27 de noviembre de 2009

lunes, 16 de noviembre de 2009

376. De los amigos

Sólo medita por una vez para ti mismo cuán diversos son los sentimientos, cuán divididas están las opiniones, aun entre los conocidos más íntimos; cómo incluso opiniones idénticas tienen en la cabezas de tus amigos un lugar o una intensidad enteramente diferentes que en la tuya; cuantísimas veces se presenta el pretexto para el malentendido, para la divergencia hostil. Después de todo ello, te dirás: ¡qué inseguro es el terreno sobre el que descansan todas nuestras alianzas y amistades, qué cerca está los chaparrones o el mal tiempo, qué aislado está todo hombre! Si alguien comprende esto y además que todas las opiniones y su índole e intensidad son entre semejantes tan necesarias e irresponsables como sus acciones, si se percata de esta necesidad interna de las opiniones a partir de la inextricable imbricación de carácter, ocupación, talento, entorno, tal vez se libre entonces de la amargura e incisividad de ese sentimiento con que el sabio exclamó: «¡Amigos, no hay amigos». Más bien se confesará: sí hay amigos, pero es el error, la ilusión acerca de ti lo que los ha conducido a ti; y deben aprender a callar para seguir siendo amigos tuyos; pues casi siempre tales relaciones humanas estriban en que nunca se digan, ni siquiera se rocen, cierto par de cosas; pero en cuanto estas piedrecitas echan a rodar, la amistad va detrás y se rompe. ¿Hay hombres que no resultarán mortalmente heridos si se enterasen de lo que sus más íntimos amigos saben de ellos en el fondo? Al aprender a conocernos a nosotros mismos y a considerar nuestro mismo ser como una esfera cambiante de opiniones y disposiciones y, por tanto a menospreciarlo un poco, restablecemos nuestro equilibrio con los demás. Es verdad que tenemos buenas razones para despreciar a cada uno de nuestros conocidos, aunque sean los más grandes; pero igual de buenas para volver este sentimiento contra nosotros mismos. Y así, soportémonos unos a otros, ya que nos soportamos a nosotros; y tal vez le llegue a cada cual algún día también la hora más jubilosa en que diga:

«¡Amigos no hay amigos!», exclamó el sabio moribundo;
«¡Enemigos, no hay enemigos!», exclamo yo el loco viviente.


Nietzsche, Humano, demasiado humano.

sábado, 14 de noviembre de 2009

H

Si no somos culpables de lo malo que nos sucede, es porque tampoco somos responsables de lo bueno que nos acaece, puesto que salvar un término de la dicotomía llevaría a toda una dogmática, probablemente ya existente en el pasado (¿qué falta ya por existir?), la cual no superaría el hecho de ser una mera justificación, útiles pero meras maneras de ordenar los acontecimientos para no ser desbordados por ellos, y poder verificar a través de un criterio binario de éxito-fracaso, el efecto de ganador o perdedor.
Pero si la ilusión que genera el advertir que uno es conciencia de un cuerpo, permite aventurar perspectivas posibles acerca de lo que pudo haberse transformado, por medio de lo que vendrá por transformarse, siendo que siempre subyace la fuerza constante que cursa invariablemente siempre primera a toda reacción, tal vez entonces, ésta pueda trastocarse al fin por intervención de quien/de qué, que andando de por medio, sin saberlo, sin suponer muy acertadamente, pero tragicamente hacedor, porque en definitiva con su presencia, no permite la unidad entre lo pasado y lo futuro, crea la salida.
Nunca distinguirá si ganó o perdió. Sería suficiente con que, Quizá, abrió salida.

viernes, 13 de noviembre de 2009

El sentido

La interpretación revela su complejidad si se piensa que una nueva fuerza no puede aparecer y apropiarse de un objeto más que adoptando, en su momento inicial, la máscara de las fuerzas precedentes que ya la han ocupado. La máscara o la astucia son leyes de la naturaleza, o sea algo más que una máscara o una astucia. La vida, en sus comienzos, debe imitar la materia para ser únicamente posible. Una fuerza no sobreviviría, si antes no tomase en préstamos la faz de las fuerzas precedentes contra las que lucha. Por eso el filósofo sólo puede nacer y crecer, con alguna posibilidad de sobrevivir, teniendo el aire contemplativo del sacerdote, del hombre ascético y religioso que domina el mundo antes de su aparición. Que tal necesidad pesa sobre nosotros, no sólo lo testimonia la ridícula imagen que nos hacemos de la filosofía: la imagen del filósofo-prudente, amigo de la prudencia y de la ascesis. Pero aún más, la misma filosofía no arroja su máscara ascética a medida que crece: en un cierto modo debe creer en ella, no puede más que conquistar su máscara, dándole un nuevo sentido en el que finalmente se exprese la verdadera naturaleza de su fuerza anti-religiosa. Observamos que el arte de interpretar debe ser también un arte de atravesar las máscaras, y de descubrir qué es lo que se enmascara y por qué, y con qué objeto se conserva una máscara remodelándola. Es decir, que la genealogía no aparece al principio, y que se corre el riesgo de muchos contrasentidos al buscarla, desde el nacimiento, que es el padre de la criatura. La diferencia en el origen no aparece desde el origen, salvo quizás para una mirada particularmente experta, la mirada que ve de lejos, la mirada del presbítero, del genealogista. Sólo cuando la filosofía se ha desarrollado puede captarse la esencia o la genealogía, y distinguirla de todo aquello con lo que, al principio, tenía demasiado interés en confundirse.

Lo trágico,
Nietzsche y la filosofía.
G. Deleuze.

miércoles, 11 de noviembre de 2009

Necesidad de un ausente y de quien está presente

¿Quién aspira a la gloria? ¿Por qué se aspira a la gloria? ¿Es la gloria la forma superior de la mundana fama?, y ¿qué decirle a quien ya no está y del cual nunca sabremos si quizo la gloria, ni cómo la quizo, ni si supo que iría a ser capaz de lograrla? En el último caso, la gravedad de las palabras no es significativo. Lo significativo acá se ahoga en la laguna, el hiato del silencio, la cosa que impera por sobre el mundo, y que por eso se digna de ser permanentemente ultrajada: el silencio. Y con el silencio, los animales balbuceantes no saben qué hacer con su decir. Entonces, surge una serie de necesidades que no ocupan un espacio fenoménico, entidades en el espacio de la espiritualidad, y entonces el espíritu, eso que no ocupa su lugar en el espacio, y del que sin embargo no se podría dar cuenta sin la posibilidad de que el cuerpo haga vibrar en su caja torácica, la masa de sonidos que bajo cierta cadencia produce el efecto de otro universo, o bien, de otro plano del mismo universo, se anonada.
Quedarse con la necesidad de decir algo, parece terrible, produce el hiato del silencio, y entonces el espíritu sufre con el sufrir que hace sufrir al cuerpo, de donde toma su fuerza, en donde echa su raíz, pero dicha necesidad es eso que no existe, es eso que no tiene lugar, o mejor, que nace como efecto siendo aquello que aspira ser causa, y por tanto es por su apariencia de otro lugar, del que no se tiene experiencia, lo que irrita del hiato. Pero ¿cuán terrible es que el decir quede en su potencia como estado de falta?, ¿qué miedo existe en que el espíritu no logre su unidad, no se concilie consigo, y no permita la armonía con la carne que subyuga? No hay nada terrible ahí, sólo temor del espíritu al poder del cuerpo sobre él, el poder de la indiferencia natural a la cosa innatural. Concomitante al temor, existe otro que no es posible evitar, el de que, habiendo tolerado el hiato en el espíritu, éste se trastorna en el escenario del cuerpo, y deja en su marca invisible, una secuela fantasmal que persigue al hablante sin su oyente, y entonces el hablante le dice siempre al fantasma lo que debió haber dicho a su oyente. Lo terrible entonces no radica en no haber podido decir algo al oyente ausente para-siempre, sino, no haber podido evitar al fantasma que acompaña siempre al hablante que se quedó con parte del espíritu atragantado en la garganta.
¿Y qué más terrible que una parte del espíritu esté atragantado en la garganta? En el cuerpo todo debe seguir su curso, como el agua más pura que una vez estancada, comienza a pudrirse.