martes, 25 de agosto de 2009

Infinitos temores de la escritura

La escritura es una incisión, y las palabras, una constancia de elementos que deben volver a ser los mismos, a pesar de que la materia, el sustrato donde se hará el grabado, donde quedará la cicatriz y se transforme de manera inevitable la carne que tiembla, no permitan siquiera un sólo paso atrás. Sin embargo por ello, la escritura se tornará así, con ese límite, gracias a él, el absurdo de una repetición eterna de lo ya nunca retornable, y que además, siempre será ajeno, achacando esa diferencia hasta el agobio, si es que hace falta, cuando intentar advertirlo sea demasiado tarde para que alguien pudiera aparecer, y hacerse responsable.

Entonces, ¿qué juego hará cada uno, tratándose de algo que se repite por abundante?, ¿qué imagen contribuirá a ensoñar, y con ello, qué presencia hará surgir, ¡sin querer!, en medio de tanta repetición?
Las palabras no pertenecen a nadie, y por ello mismo, no señalan a nadie: resultan, solamente, la arcilla que se permiten del abuso obsceno de la persistencia humana.

Entonces, lo que evoque una palabra, ¡es tan propio como ajeno!, así, lo que un mismo nombre haga surgir ante los ojos de un otro, ¡es tan ajeno como inabarcable!

En estas condiciones nunca deliberadas, por siempre ya establecidas, ¿qué miedo surge ante un juego blanco, de un ser ajeno a cada uno que se encuentra de pronto aquí, como el lector desprevenido? Yo no puedo preocupar por ello. Nadie debería preocupar por nada.

¿Pero?, otro incansablemente "sin embargo..."


Entonces, recomenzar:
Nadie se encuentra,
ni se encontrará jamás,
en el infinito no-lugar
del fantasma que asedia.

Más vale que aquél [el lector...] se empiece a reír, o luego ni siquiera podrá lloriquear
(¿y cómo hará después, con el atribulado llanto que su espasmo no le permitirá fluir?).