jueves, 2 de octubre de 2008

El círculo.

Ley de los sin ley,
rueda de peones
para darle jaque al rey.
El bar de la estación
es un hogar para mi corazón.
Y las mujeres miran y no ven
al forastero que no tiene quien
lo espere.

Joaquín Sabina.

El cuerpo, aquel estandarte de aire, aquel firmamento sin tierra, se derrumba ante la miseria, se enferma de malos sueños en otro suelo, se agolpa en tumores innecesarios como grande es toda expresión perdida, por naturaleza. La luz siempre ajena, el cuerpo siempre encerrado, ahí, el camino de por medio, entre la ida y venida, donde la sangre brota sin invitación ni permiso, y los soles apremian con cegueras amables.
El cuerpo ante la miseria sigue cayendo, y se conmueve, y chilla, y se amarra de sí, y del aire, y de la tierra y hasta de esa sangre muerta, ajena, otra, fantasma de sacrificio sobre el horizonte de luna hostil.
Todo perdido para él; ni su piel se salva del fuego del cerro, el azufre le pisa los pies calcinados por visitante inoportuno al cielo de los demonios, camina y se desnubla en la distancia de un límite, todo tan cerca mas el cuerpo tan guardado de los fantasmas que sólo sabe derramarse en rojo licor.
El cuerpo mira la luna; ésta ya no muestra, ya no
demuestra, ella sólo ha vuelto a ser luna, lo que nunca pudo hacer y lo que solo pudo ser, así, como cada cosa a su sitio, y cada infierno en su infierno, salvo el cuerpo, solo, el cuerpo, aquel andante inoportuno donde las cosas son lo que son y él no quiere ser lo que es. "No quiero, No quiero", larga la boca del cuerpo, "no quiero" y camina, "no quiero" y desangra, "no quiero" y se ríe. Y la enfermedad, y los tumores, y el ardor, van y vienen en multiformes sueños de monótono dolor y pesar, el ronquido de lo que le repite el cadalso en la garganta que se abre al sueño, desata al cuerpo en frenética locura de extirpación, se quita y se rompe de si en contra de su enfermedad, y porque la ama la rechaza, pues no quiere morir por la hija de la luna. El cuerpo puede ser vampiro pero nunca demonio, puede ser enfermo, pero jamás luna.
Y por fin, de una vez y sin intermitencias, el cuerpo es feliz de derrumbarse, de ser exitosamente vencido por la miseria del mundo, por la enfermedad y sus tumores, por ese pecho compungido que le golpea de sólo saber de espasmos flemáticos y de sal que aguarda mientras quema donde espera al permiso de unos ojos que no se dejan llorar, que no se dejan arruinar, que no abren puerta a la miseria por orgullo de águila que el gran semblante de la mirada, del cuerpo, porta.
Por fin el cuerpo cayó, se dispone ligeramente a aquietarse, a dejarse matar, pero el cuerpo, aquella carne de sólo sangre nunca expuesta, muere infinitamente de olvido y abandono, de distancia muerta, rota, de ya-no-distancia, de ya-no-encuentro, de encierro que ha buscado en el mismo infierno bajo la amargada luna que no se concilia nunca con el sol, muere, de andar desnudo y por fin, abierto de sal.
En el infierno se desploma su peso, su golpe resuena en la sorda piedra y el opaco y crudo fango que convive junto al fuego, el espíritu que lava las miserias de la carne muerta.
El cuerpo por fin, ya no dice más "no quiero", el cuerpo abierto, se ha abandonado como abandonado atrás, ha quedado el mismo infierno.