martes, 22 de julio de 2008

Arte del despojamiento.



¿En qué consiste “ascetismo”? Arte del despojamiento; indudablemente, si el arte del actor consiste en una sobresedimentación de artificios todos en una misma piel, también, maravillosamente, el arte del actor pueda ser el de un asceta, porque si todo ocurre en una misma piel, acaso la única tarea suficiente para un actor sea tan solamente la laboriosidad de la desnudez (recuerdo a Liv Ullmann en Persona -una película donde son dos quienes llevan el relato-, pues ella sólo silencia, no habla).
Pero de ahí en más el ascetismo se bifurca en una variada serie de interpretaciones, aspecto que gustaría evitar; no quiero entrar en las modalidades de ascetismo a la manera de un Nietzsche que por su parte ya lo ha hecho, pretendo más bien revalorar la noción de asceta.

Despojarse, a primera vista, pareciera ser una suerte de negatividad, un sacar, un quitar, ya que de primeras lo que se advierte en el ascetismo es un abandono. Pero ahí se encuentra el problema, porque abandonar no se identifica con perder, rechazar, despreciar, porque el abandono es un aligerar fuerzas, no un impulsar que libera, que descarga, de ahí que despojarse no es destruir, despojarse es advertir que los atuendos se caen y uno no hace nada para recuperarlos, se va desnudado, y no importa, y está bien. Lo engañoso de la contemplación del ascetismo consiste entonces en la trampa de su aparente pasividad, porque si no es una acción -si no es un impulso que logra destruir-, entonces es una volición inerte, una mera pasividad. ¿Es así?, ¿resulta tan simple encasillar la modalidad del asceta? Si no es actividad se torna modalidad pasiva, y por eso la pregunta nos lleva a su contemplación.

Alguna vez el ascetismo se lo comprendió en un dejarse estar como dejarse morir, porque intervenir en el fin asevera la impotencia de soportar -el suicidio-, porque actuar consiste en violentar, y eso hace que el ascetismo invariablemente ronde en aporías, es casi la encrucijada misma. Estamos de acuerdo que es un límite, y aún mejor, es un estar al límite. Pero esta dimensión saturada de la acción donde no se actúa, este no actuar, ¿es pasividad? La pregunta se la comprende si se ha advertido que la condición de su respuesta es que se ha rechazado una categoría del actuar, concretamente, la acción. ¿Es posible la pregunta de la pasividad aún si ya no hay algo semejante a la acción? Siempre entendí la relación acción-pasión una suerte dual, de manera que ya se advierte mi respuesta: el ascetismo no es acción del mismo modo en que no es pasión. Ocurre que el ascetismo, como todo estar, es disposición, actitud, modalidad de..., ni siquiera podemos apurarnos a descartarlo inútil -por ser malo- o ponderarlo por llamativos resultados.

¿Por qué surge algo así como un “estar en abandono”? Simplemente no importa: las razones difieren, lo que destaca es tropezar el límite, se ha hecho luz, tomó visibilidad una dimensión de lo vivido en su saturación tope y ya no puede comprendérsele ajena. Lo propio sólo aparece en el límite, en la encrucijada de la aporía de quien vacila entre no actuar o padecer, y mejor todavía, dispone de uno la imposición de un cuidar, pues salió a luz lo propio, no uno mismo, sino lo propio. Este límite encarna la honestidad más repugnada que el carácter de ser máscara-persona rechaza desde su voluntario creer-hacer-ficción, donde abandono se vuelve hacia la máscara-persona y la retrata deforme aunque carente de toda figura, mucho más, una sensación toma forma de mueca en la persona que se advierte más ajena que lo propio, y la máscara pierde así el rostro, y la persona pierde así su disposición voluntaria, ocurriendo un encuentro desgraciado pero culminante que ha tornado imposible otra vez más la ficción que da engaños verídicos. ¿Un escenario pesimista? Mejor diría “un lapso crudo de invitación sin rechazo posible”, porque uno ya está ahí. El pesimismo es plausible ante esta emergencia dramática de vida, aunque no me parece que sea la vía que complete el círculo, quiero decir: el pesimismo es infértil ante la honestidad de estar abandonado de máscara y volverse gesto, pero sí es consecuente con la honestidad ya que este pesimismo es un reconocer la incapacidad de volverse gesto ante el abandono, pero precisamente por ello, el pesimismo es sentenciar un “me frustro, me resigno. Perdí...” ante el abandono, y aunque no sea actuar, no deja de ser un poner fin farsante. Resignar es el suicidio, la negación de la máscara cobarde que elige quitarse antes que volverse gesto.
Tenemos otra razón más para reflexionar todavía acerca de qué consiste el ascetismo si no es ni acción, ni pasión, ni pesimismo. Los opuestos han quedado aquí descartados de primera, y esto ocurre con el optimismo en cuanto al pesimismo: el optimismo claramente es, o un poner o un sostener, y eso cae por principio en el ascetismo, no es asceta quien sostiene una ilusión, una esperanza; asceta es quien contempla ajenas esas ilusiones y esas esperanzas, porque es la persona, es la máscara quien pervive en la ilusión y la esperanza, el asceta ha olvidado su nombre, porque también ha sido despojado de nombre. Casi un producto de teología negativa se nos ha vuelto aquí el ascetismo (nótese que aunque la aproximación sea casi a manera de cornisa, no hemos recurrido a una valoración religiosa o mística, porque no se quiere enriquecer este arte por canalización atributiva: queremos llegar a la ceguera de la desnudez de la desnudez, donde más brilla y menos se alcanza mirar al asceta).
El asceta puede seguir en la fiesta, en la guerra, en la gloria, en la miseria: al asceta no le preocupa el escenario porque le excede. No le niega, ese escenario le acumula, le agrega vestimenta. Pero el asceta sabe estar fuera, sabe ser decorado de todo lo que él no es, es ajeno porque nunca ha sido parte. ¡Pero el asceta así parece ser apenas un moderado comerciante de alienación propia que convida enajenación mientras vaga irremediable por el mundo! ¿Está realmente, afuera?, y volvemos a la aporía: no está afuera, no está adentro, y sin embargo está.
Hasta aquí no arriesgué una contemplación propia: el asceta también es persona. La ambivalencia aporética no se desprende de la voluntad de la máscara, tampoco de la inercia de un agudo simbolismo de pura expresión gestual, hay ambivalencia en la comunidad: el asceta se abandona persona y la persona le persigue, el asceta se vuelve gesto y el gesto se le acomoda máscara, el gesto vive para extinguirse y su sombra en el rostro juega a una conciencia de olvido, la fe y el desengaño atragantan a la sombra y a la fuerza del gesto y éste se alinea en un eje que debe estar delirado de suyo. La locura y la moderación artificial son hábitos de la persona-asceta.
No deja de ser interesante luego, cómo comprender un asceta: abstenerse de morir aún es vivir, abstenerse de matar aún es matar: él debe comer, él debe matar, él debe seguir siendo libre y por tanto violento para eliminar su violencia. Pero nunca pierde relevancia un signo: importa desde dónde se le comprende, porque si vemos a un asceta comer arroz sin sal ni aceite, se puede dar juicio acerca de una reducción por parte del asceta sobre la riqueza de los gustos que puede adherirle a su arroz, y así es notorio lo insípido del arroz sin condimentos. Pero no se ha llegado a pensar como asceta si no se advierte que se debe llegar al arroz, comer arroz deberá ser la grandiosidad de comer arroz. Vivir la miseria es la grandiosidad de la miseria, y así lo es todo, así es la gloria misma, que no supera en nada miseria habida y por haber.
Pero el universo asceta nunca deja de ser cosmos ajeno: ser asceta nunca deja de ser un teatro ambivalentemente armado por una persona que debe abandonarse, y sin embargo, debe llegar a ser ajeno: la única manera de hacer posible el encuentro de sí con lo más propio, paradójicamente, siendo otro por haber abandonado ser sí.